
De culpas y otros males
Con cada mala acción, viene siempre detrás la culpa. Aparece para quedarse y señalarte uno a uno tus errores, apareció en mi vida para cuestionarme y susurrarme despacio ¿por qué crees que puedes juzgar a otros?



















Tenía ocho o quizá siete años y alguien me había regalado una piscina inflable. Me encantaba chapotear bajo el sol incesante por horas, me encantaba pensar que no tendría que salir de mi casa para divertirme en el agua y usar mi vestido de baño favorito. Lastimosamente, a mis papás la piscina les traía más dolores de cabeza que alegrías, así que decidieron que no podía usarla con tanta frecuencia, cosa que en ese entonces me resultaba terrible.
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Días después, decidí ignorar a mis papás y revelarme, secundada por mi pequeña vecina también de ocho años. Juntas, líder y secuaz arrastramos la piscina hasta la terraza de la casa y tras inflar e inflar logramos ponerla en pie, finalmente al acercarse la hora de llegada de mis papás decidimos esconderla y borrar todas las huellas del crimen, mi cómplice se marchó antes que la autoridad llegara.
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Mis papás no notaron la travesura y si lo hicieron no me regañaron por ella, sin embargo yo no estuve tranquila. Toda la tarde sentí algo extraño, el desasosiego me carcomía el cuerpo y los malos pensamientos retumbaban uno a uno en mi mente, el sentimiento de culpa había comenzado a extenderse y parecía querer matarme, jamás en mi corta vida me había pasado algo igual, la terrible sensación de haber errado con quien no lo merece, de actuar mal y sin consideración.
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Muchas cosas me imaginé al iniciar este trabajo de grado, sabía que llegarían dolores de cabeza, peleas con mis compañeros, horas de sueño perdidas, pero jamás esperé ver a la culpa regresar. Ha vuelto y más fuerte, trece años le han sido suficientes para madurar y golpearme con violencia, no por hacer cosas indebidas, no porque algo saliera mal, si no por no hacer nada, absolutamente nada, por callarme, por dar la espalda, por hacer de cuenta que la cosa no es conmigo.
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La primera vez, la culpa vino a visitarme cuando estuve en la zona veredal de Pueblo Nuevo en Caldono, pero la muy odiosa no estaba de paso, traía maletas y desempacó, llegó para quedarse y acompañarme en el resto de la investigación, desde las idas al pueblo hasta los espacios callados y silenciosos en los que escribo y parece sentirse tan a gusto.
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Llegar a Pueblo Nuevo y chocar con la realidad, significó también el llegar de la culpa, que dispuesta a mortificarme me hizo comprender la posición que había asumido frente al conflicto y los guerrilleros durante tantos años. En la seguridad de mi casa, me sentí juez y señora de sus acciones, creí saber suficiente de ellos para emitir opiniones, los deje atrás y los taché rápidamente de malvados, se convirtieron para mí en algo parecido a los villanos de historietas de súper héroes, esos que no tienen un razón real para actuar mal, más allá que el placer de la misma maldad.
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Qué triste resulta pensar que para entender el otro lado de la historia y las zonas grises, la culpa tuviera que aparecer para abrirme los ojos. Llegó sin ser invitada obligándome a reflexionar, abrió pequeñas heridas para después picar en la llaga con cada intento de justificación. Después de todo, parece ser cierto aquello de que ver el mundo sin la venda duele, enfrentarse a la zona veredal y su gente también duele.