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Comunes y corrientes

Cuando era pequeña me enseñaron “cómo deberían ser las cosas”, las mujeres se tenían que sentar con las piernas cerradas, amar el color rosado y disfrutar de la ropa. Los hombres tenían que jugar fútbol, aborrecer las muñecas como si fueran gérmenes y no vestir colores pasteles. El mundo se dividía en cosas malas y buenas, en héroes y villanos, blanco o negro. Por supuesto también me enseñaron a ubicarme siempre en el lado bueno, a correr tras él  sin preguntar, sin pensar, porque es lo bueno, lo correcto.

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Crecí aprendiendo a interiorizar estas ideas, seguí creciendo y pronto descubrí  que parte de ese crecer significaba destruirlas para construir sobre ellas unas nuevas.  Entendí que es más peligrosa una idea preconcebida que una gripa mal cuidada, la primera daña personas, vidas, proyectos colectivos,  la otra no produce más que un poco de fiebre.

 

Sin embargo,  al llegar por primera vez a la zona veredal de Pueblo Nuevo en Caldono, resultó que no había logrado romper lo suficiente con mis viejas imágenes y el impacto me abofeteó fuerte, como tratando de despertarme.

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Toda la vida la guerrilla se me había descrito como hostil, peligrosa, e incluso salvaje, era imposible que esas personas, protagonistas casi siempre de los noticieros y las portadas de los diarios, tuvieran algo en común conmigo. Los había ubicado siempre en el lado malo de la historia, eran el bando equivocado, los villanos, así  que desprenderme de esa primera imagen malvada de ellos resultaba terriblemente difícil.

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Es imposible describir la vergüenza que sentí al contemplarlos y descubrirlos totalmente diferentes a como los imaginaba, tan poco parecidos a la imagen  que me había dedicado a crear de ellos a través de los años. Aunque nadie me dijo nunca qué pensar exactamente, el contexto en el que movía me dio algunas herramientas necesarias para así crear mi propia imagen.  

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Ya en la zona percibí una realidad muy diferente.  Sin guías ni maestros que me indicaran qué pensar, ni lo que estaba bien o mal, trate de armar una nueva imagen, esta vez hecha a partir de las sensaciones y experiencias que vivía en el contexto. Una imagen más real, más propia. Los excombatientes eran seres humanos, incluso me atrevo a afirmar que les preocupaba que nos sintiéramos seguros, algunos me sonreían amablemente, otros incluso me permitieron escuchar uno que otro chiste,  me invitaron a comer a su mesa, me dejaron conocer su historia.

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Como en todo grupo humano hubo también  quien me hizo sentir  incómoda y quien pareció mirarme de manera no grata, pero no fue nada del otro mundo, nada diferente a estar rodeada de un grupo de personas comunes y corrientes, después de todo éramos un conjunto de cinco extraños irrumpiendo en su intimidad, haciendo preguntas a montones, con los ojos en todos lados, mirando cada detalle y desbordando curiosidad por los poros.

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Aquí conozco a Daniel, un excombatiente de más o menos 23 años. Lo miro y no encuentro mayor diferencia entre él y yo.  Ambos rondamos los 20, ambos tenemos los mismos derechos civiles, ambos nacimos en Colombia, a ambos nos gusta la comunicación, ambos sonreímos al estar felices y lloramos cuando el corazón se nos encoge en un puño.  Respiramos, soñamos, deseamos, nos equivocamos.

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La realidad del país nos permitió a Daniel y a mí nacer iguales, como sujetos cobijados por la constitución colombiana y aunque deberíamos haber recibido la protección y asistencia instituciones como la familia a partes iguales, no lo hicimos. Mientras yo vivo con ciertos privilegios,  otros como  Daniel tienen que avanzar sin derechos, sin oportunidades y rodeados de necesidades.

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Pero, ¿qué tengo yo que no tenga Daniel para merecer lo mismo? ¿Por qué las oportunidades de tener otra vida le fueron tan esquivas? Y quizá lo  más terrible de todo es pensar ¿Qué hice yo cuando supe que él estaba sufriendo? ¿Acaso la vida me preparó para no sentir frente a este tipo de desigualdades? ¿Me dio la vida los elementos para creer que las personas que como Daniel que siguieron caminos como el de la Guerrilla o el del paramilitarismo merecen todo el desprecio social?

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A la luz de la sociedad, Daniel no es una persona común y corriente. ‘Personas comunes y corrientes’, lo repito en mi mente despacio, cuatro palabras que normalmente definen a toda la población. Mi vecina es una persona común y corriente, yo soy una persona común y corriente. Pero ellos no lo son, Daniel no lo es, cargan con etiquetas, algunas más pesadas que otras. Son guerrilleros, son exguerrilleros, son desmovilizados, excombatientes, reintegrados, re-insertados, son los que eran ‘abatidos’ y nunca asesinados, son los que la gente común celebraba ver morir, son hombres al margen de la ley, son malvados, sin embargo  también  son colombianos.

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Las etiquetas son difíciles de cargar, avanzar con ellas puede resultar agotador, pesan toneladas y deterioran el alma como una enfermedad. En este contexto ni mis compañeros de grupo ni yo, somos los comunes y corrientes. Aquí, en medio de los bloques blancos de habitaciones y del campo abierto, somos extraños, forasteros.  Todos nos observan y analizan, pasan su mirada de arriba hacia abajo como si fuera una especie de súper escáner que todo lo ve, tratan de entendernos, de saber quiénes somos, qué queremos.

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Cuando estas personas dejen la zona, cuando partan de su refugio buscando ese mejor futuro esquivo que tanto se les ha prometido, pero por años se les ha negado, van a ser ellos los observados, los fiscalizados, los extraños. Van a sentir de cerca la mirada acusadora del que juzga a veces sin motivos y sin conocer ni siquiera ni una sola parte de la historia.

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Y de pronto parece que la culpa no es de ellos si no nuestra, de los que nos hacemos llamar comunes y corrientes, de los que vemos todo desde afuera, en el cómodo sillón de la casa y a través de las noticias. ¿Qué hicimos para impedir el avance del reclutamiento forzado? ¿Qué solución brindamos a quien no vio más oportunidad que tomar las armas? ¿Dónde estuvimos cuando las balas eran disparadas y el monstruo de la guerra se llevó a pueblos y personas por delante? ¿Reclamamos cuando vulneraron los derechos de otros? Con tristeza y vergüenza entendí que no hay nada más peligroso para una sociedad que la indiferencia, esa que caracteriza a los comunes y corrientes.

A lo largo de la historia el problema siempre han sido los “otros” los que no se ajustan a las características, los diferentes.  ¿Y qué pasa si es al revés? Una crónica sobre aquellos a los que a menudo no consideramos nuestros iguales aunque lo sean, sobre los prejuicios y el daño que causan.  
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