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Reportero de una Nueva Colombia

Una marca para el territorio y para el habitante

Zona roja… suena mortal, como si los territorios calificados de ese modo solamente pudieran asociarse con la palabra peligro. Incluso los habitantes de los pueblos señalados como tal, piensan en las demás zonas rojas como lugares extrañamente peligrosos. Llama la atención el hecho de que tengamos a etiquetar todo lo ajeno a nuestra experiencia inmediata y generalicemos una incapacidad crónica para establecer semejanzas.

 

Yo viví en Balboa, un pueblo ubicado al sur del Cauca, en una montaña muy alta. Le llaman el balcón del Patía, porque desde allá se puede ver el cauce del Río Patía y el Valle del Patía como si estuvieran pintados en un cuadro. Una linda descripción para un lugar que hasta el año 2007 más o menos, sufría hostigamientos por parte de la guerrilla de forma muy frecuente. Y aún en esos años de vivir la guerra en carne propia, uno escuchaba de municipios como Argelia y se imaginaba que ir allá era ir a morirse, pero no, en Balboa corríamos el mismo peligro, tal vez como mecanismo de defensa a uno le gusta alterar la realidad y ubicarse en un mejor escenario.

 

No sé si con la misma magnitud, pero como yo pensaba en Argelia cuando vivía en Balboa, algo así pensaban mis compañeros sobre la zona veredal antes de ir. Yo me sentía algo inseguro, pero no por los guerrilleros, sino por lo que podrían querer hacerles a ellos en su nuevo “asentamiento”. Es decir, son un grupo de ex guerrilleros reunidos en un solo lugar, las personas que quisieran hacerles daño podrían hacerlo sin ninguna complicación más allá de lo moral.

 

Sin embargo, sabía la clase de personas que iba encontrar, amables, odiosas, dispuestas, cortantes, etc. Era como reunirse con cualquier otra comunidad porque íbamos a ver seres humanos, no robots entrenados para la guerra. Cuando llegamos al lugar eso pasó, nos recibió un mu-chacho de nuestra edad, aproximadamente (21 años) y dos señores que hicieron de nuestra visita algo muy agradable, incluso nos invitaron a almorzar, con la hospitalidad característica de cualquier pueblo de Colombia.

 

Algo que me llamó la atención durante todo el tiempo que estuve en la zona veredal fue la inseguridad que sentía por el hecho de estar con mu-chas personas ex-militantes de la guerrilla en un lugar tan pequeño. Me hubiera sentido mejor en un campamento escondido, donde creyera que era más difícil encontrarnos. Cada minuto que estuve allá pensaba que el gobierno debió haber planeado mejor la reintegración de esas personas, porque al reunirlos a todos en un solo lugar los estaba poniendo en peligro a ellos y a todo el que fuera de visita. Contrario a lo que yo sentía, todos los habitantes parecían estar siempre muy tranquilos.

 

Así también éramos los niños de mi pueblo en el 2004, sabíamos del peligro pero no estábamos totalmente conscientes de él. En esa época hacían hostigamientos casi toda la semana, pero nosotros nunca teníamos miedo, salíamos a divertirnos tranquilos en el barrio hasta que sonaba primera bala, en ese momento todos sabíamos qué hacer.

 

Una vez estábamos jugando “caucho” mis amigos Darío, Jefferson, Magnolia y yo. Era mi turno de saltar, cuando de repente se fue la luz y de una supimos lo que significaba. Nos quedamos paralizados, no sabíamos si entrar o esperar a ver si de pronto no ocurría lo que nos imaginábamos. Pero al instante comenzaron a sonar las balas, se escuchaban muy cerca, venían de la izquierda, entonces reaccionamos y salimos corriendo cada uno para su casa y dejamos el caucho ahí tirado, era mío, lo había comprado como en 800 pesos. A mí me daban 500 pesos para ir a la escuela, así que ahorré 200 pesos diarios para conseguir mi juguete, sin embargo nada de eso importó, tenía que salvar mi vida.

 

En la Zona Veredal los excombatientes no solo corren peligro, sino que están aislados. Ni siquiera cuentan con una vivienda digna, las casas son prefabricadas con un material que parece desechable, se nota que es un hogar de paso, sin embargo ya llevan un buen tiempo ahí. Además no es un sitio donde les quede fácil planear su futuro. La mayoría de ellos tienen sueños y aspiraciones, muchas serían posibles de cumplir si les dieran las herramientas necesarias. Nuestro trabajo se pensó para visibilizar las historias del conflicto armado, sin embargo también debería alentar a los ex-guerrilleros y a toda Colombia a velar por sus derechos y porque se le cumplan a cada colombiano, no solo a algunos privilegiados.

 

Vivo en popayán hace casi ocho años. Mi mamá llegó en el 2010 por razones de trabajo. Había estudiado una carrera tecnológica, la oferta laboral le llegó cuando yo estaba cursando octavo grado, así que ella se fue primero y al finalizar ese año me mudé yo. Aunque llegar a este nuevo espacio fue duro al principio, llegamos a acostumbramos. Algunos vecinos eran muy amables, eso hizo que mis padres dejaran de comparar el pueblo con la ciudad. Por mi parte, fueron mis nuevos amigos los que me ayudaron a quitarme el sentimiento de extraño.

 

... Cuando regresé a mi casa en Popayán busqué el campamento en internet. Me apareció un artículo en un periódico nacional de renombre y las fotos no favorecían para nada a los ex-guerrilleros. Obviando los detalles físicos y estéticos, la narrativa de las fotos los hacía ver como inadaptados, como gente que aunque ya no hace parte de un grupo armado, tampoco hace parte de la sociedad. Pero eso no fue lo que nosotros observamos personalmente.

 

En las fotos que encontré los representan con armas como sugiriéndole al espectador lo que debe pensar de ellos. Pero cuando nosotros fuimos ellos nos dijeron que ya no tenían armas y las fechas que nos dieron de su desmovilización era más antigua que la del artículo.

 

Después busqué “Balboa”... no me sorprendió encontrar un montón de noticias sobre narcotráfico y violencia. Si no hubiera vivido allá pensaría que es un pueblo donde todos defienden el mercado de la cocaína y lo único relevante que posee es la violencia y el parapentismo. Pero esto no es así, es un pueblo lleno de gente buena, no perfecta. Que tiene narcotráfico, sí, que sufre de violencia, también, pero su realidad no se termina ahí. Balboa es el hogar de muchas personas que hoy son profesionales en otras ciudades, se practican varios deportes extremos, su gente es muy unida cuando quiere y superó una etapa de conflicto que fue devastadora.

 

En el país lamentablemente pocos son los territorios que están libres de conflicto armado y de narcotráfico, sin embargo en nuestras cabezas se nos forma una imagen totalmente diferente cuando escuchamos distintos municipios, por ejemplo Balboa, Bogotá, Cali, Caldono y Bojayá. Los pueblos siempre se llevan la peor parte.

 

Yo no volví a Balboa porque en mi cabeza creé la imagen de que era muy peligroso, pero viajé constantemente a Caldono, que para mis conocidos era una zona donde mi vida iba correr mucho más peligro. En ninguno de los dos tuve problemas, ambos tienen a las personas más amables y un ambiente tranquilo y acogedor, típico de cualquier pueblo colombiano.

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