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Ser o parecer

Una crónica sobre lo que representa ser mujer dentro del contexto colombiano y durante el conflicto armado.

Trataba de imaginármela. Por recomendaciones pasadas sabía que no podía ser alguien joven. Su voz y forma de hablar me hacían pensar en una mujer con carácter y actitud fuerte. Quería verla. Saber cómo era.

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Con cada paso que daba me acercaba, cada vez más, al punto de encuentro que habíamos acordado la noche anterior. El sol iluminaba el lugar con un brillo enceguecedor. La puerta estaba abierta. Sólo quedaba dar un último paso para conocerla.  

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Como esa llamada no había hecho ninguna otra en mi vida.  Pensaba en cómo iba a ser la voz de esta mujer, en su carácter, en su forma de hablar. Decidí ser muy prudente y respetuosa, la primera costándome un poco más que la segunda.

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Aquella noche, justo antes de marcar su número, recordaba la voz de mi mamá dándome algunos consejos. Ella parecía estar muy preocupada, más bien angustiada. El miedo casi brillaba en la sala de mi hogar. La rutina diaria se había roto.

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Pese a todas las advertencias y recomendaciones, en el fondo no sentía miedo. De repente, mi corazón se aceleró, me habían contestado. Me quedé en silencio esperando que hablaran… ¿Aló?, me dijo una voz joven y masculina. Miré el celular pero el nombre del contacto sin duda decía “Sandra”.

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Apenas pregunté por Sandra, me sorprendió – aún más- lo que dijo, casi gritando, el joven: “¡MAMÁÁÁÁ, LA NECESITAN AL CELULAR!” ¿Mamá?, me pregunté ¿Cómo habrá sido ser madre en las FARC… en medio del conflicto armado? ¿Habrá vivido siempre con su hijo? Como estas preguntas otras tantas invadieron mi mente, mientras escuchaba la voz y los pasos de la mujer acercándose, cada vez más y más.

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Alguien cogió el teléfono y me dijeron, con una voz femenina y más fuerte: “Aló, buenas noches”, era ella, por fin estaba hablando con ella. Al final de la llamada acordamos encontrarnos personalmente para hablar sobre el proyecto con mayor profundidad.

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En medio de su actitud seria y desconfiada y con un tono de voz fuerte entendí que una de las restricciones para poder hablar con ella era que podía llamarla solamente en la noche. Entre más tarde mejor. Mi madre – desde chiquita - me repitió que: “las llamadas de noche no eran buenas, siempre traían malas noticias”. Sin embargo en aquel momento, ese no era mi caso.

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Llamarla siempre fue muy complicado. La mayoría del tiempo Sandra estaba viajando o se encontraba en lugares con muy poca señal telefónica. Usualmente nuestras conversaciones eran casi a gritos. Pero al final de cada llamada, ambas terminábamos apenadas por el tono de voz tan fuerte que debíamos manejar para apenas escucharnos.

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Mantener el contacto con Sandra no fue fácil, sin embargo, con cada llamada, se empezó a notar el interés y la voluntad de trabajar, por parte de nosotros, con este grupo de personas, lo que contribuyó a que, después de varios intentos, lográramos fijar una cita, en Pueblo Nuevo, para conocer a la comunidad.

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La fecha se aproximaba y en nosotros crecía, aún más, la expectativa, ansiedad y curiosidad sobre lo que podría pasar y sobre cómo serían las personas y el lugar.  Nuestro futuro como el del proyecto era incierto. Varias veces habíamos intentado ir a Pueblo Nuevo. Sandra nos sacaba espacios pero siempre, por problemas en la carretera como bloqueos, no podíamos viajar.

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Mi crianza en la ciudad evitó que en algún momento de mi vida llegara a tener contacto con miembros de grupos guerrilleros. El conflicto armado estuvo alejado de mi vida hasta ahora.

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Un día antes, llamé a Sandra para confirmar la cita acordada. Ella, con un tono de voz frío, me dijo: “Debo viajar, no será posible reunirnos. Desde ahora los contactaré con Daniel, él es el encargado de la comunicación y esas cosas”. Le agradecí. Parecía la despedida. Al menos así se sintió.

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Días después, me despertó una llamada. La voz de un hombre joven y muy amable me saludó. “Isabel, soy Daniel, el encargado de la comunicación en Pueblo Nuevo”. Mientras en mi rostro se dibujaba una sonrisa, al otro lado de la línea Daniel me preguntó: ¿es posible que viajen mañana a San Antonio?

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Al día siguiente lo único que me faltaba para salir tranquila y completa, de mi casa, era la bendición de mi mamá. Sin ella no puedo ir a ningún lugar en el mundo. Esas palabras “Dios me la cubra de todo mal y de todo peligro”, me llenan de seguridad el alma, son mi escudo. Cuando cerré la puerta de mi casa supe que mi mamá se había quedado “con el corazón en la mano”. Traté de calmarla pero en el corazón de una madre nadie puede mandar, solo ellas y su instinto.

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Llegar a San Antonio (Pueblo Nuevo) representó un choque para mí. En mi imaginario esperaba, inconscientemente, cambuches, uniformes y monte. Todo lo construido en los medios.  Pero era todo lo contrario. Parecía una urbanización. Las casas estaban separadas por pasillos, había zona de baños, un comedor, salones, una cancha, una tienda, etc.

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Apenas llegamos al lugar nos recibió un cartel grande con el nombre del espacio de reincorporación acompañado por la imagen de dos líderes del grupo guerrillero. Al parecer no éramos la única visita ese día, puesto que frente a nosotros había una fila de camionetas con el nombre de la ONU y demás entidades nacionales e internacionales.

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Minutos después de nuestra llegada conocimos a Daniel. Él nos vino a encontrar. Por el tono de su voz sabía que no podía ser tan mayor. Sin embargo, al conocerlo me sorprendió el hecho de que fuera tan joven.  Un muchacho sin ningún tipo de maldad en su rostro. Por el contrario era muy amable y respetuoso.

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Un joven casi de nuestra edad que perfectamente podía estar en nuestro papel de estudiantes o nosotros, si hubiéramos vivido en otro contexto, podíamos estar en su rol de excombatiente. No obstante, no éramos tan diferentes. Incluso, tanto a él como a nosotros nos unía una profesión: el periodismo.

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Pese a la hospitalidad de nuestros anfitriones, quedó claro que aunque estaban dispuestos a colaborarnos no podríamos trabajar con tantas personas como queríamos y a ello tocaba sumarle que Sandra tenía que aprobar las decisiones que se tomarán.

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La opinión de aquella mujer era fundamental para todo lo que se hiciera en ese lugar. Nunca la había visto. Pero aquel poder lo logré identificar en muchas de las conversaciones que mantuvimos vía telefónica. Su voz era fuerte. Ella no sugería, ella ordenaba. No pedía permiso, informaba.

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Aquel respeto y lugar lo tuvo que haber luchado durante muchos años, porque en nuestro país, en donde aún predomina un pensamiento machista, las mujeres consiguen grandes cargos con mucho esfuerzo y superando bastantes obstáculos.

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Pasaron los meses y logré, después de mucho, contactar a Sandra. Una vez más acordamos una cita con ella. No fue fácil pero esta vez el encuentro no era ni con Daniel ni con Enrique sino con ella. Era mi última oportunidad de conocerla. Descubrir si era la misma mujer que distinguía por llamadas. Una mujer solidaria, respetuosa y amable.

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Ya en Caldono. El conductor empezó a rascarse la cabeza, a sobarse los ojos y a mirar su celular. Estaba haciendo cuentas mientras no dejaba de repetir: “no, es que…”, “¡ya sé!”. El hombre, un tanto desesperado, trataba de buscar una solución a nuestro problema. No quería dejarnos solas. Él aseguraba que nosotras éramos su responsabilidad. En él y en su compañero, encontramos cierto respaldo. Ellos dos nos daban seguridad.

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Los murales sobre las FARC nos anunciaban nuestra llegada al espacio de reincorporación. Pasado el pueblo faltaba poco por llegar al lugar de reunión. Sandra nos estaba esperando en el salón comunal de la zona. Mientras caminábamos hacia allá, en medio de un sol resplandeciente, los dos hombres se pararon frente al salón para observarnos, desde la carretera, y cuidarnos.

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El salón era el mismo donde, en la primera visita, se habían reunido las diferentes entidades con la comunidad. Paredes blancas, dos puertas de entrada/salida, ventanas con vidrios lisos y marcos negros componían la fachada del lugar. Dentro de él se encontraba la mujer con quien hablé durante meses.

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A medida que avanzaba hacia la puerta, totalmente abierta, recordé la primera vez que la llamé, pensé en su hijo, en todo lo que habíamos hablado, en su tono de voz, en la frase “háblele con modo, ella es una señora mayor”. Trataba de construir mentalmente su rostro, de imaginármela.

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Di el paso final, había llegado a mi destino, detrás de mí mis dos compañeras. El sol creaba dentro del salón un camino de luz. Tapándome un poco la cara por el resplandor blanco de aquel caluroso día, miré hacia el salón y frené. Una mujer y un hombre me miraron un tanto sorprendidos. En mi mente me dije: ¿será ella?

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Rápidamente me presente. La mujer con desconfianza se me acercó y me preguntó que para qué necesitaba a Sandra. Efectivamente era ella. La desconfianza que revelaba su pregunta era totalmente comprensible en un contexto como el nuestro. Le expliqué que era la estudiante con quien había hablado y a quien – se supone – esperaba.

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Sandra no era como me la imaginaba. La frase “es mayor” me hacía pensar en una mujer de edad pero no. Su piel trigueña con una que otra arruga y su pelo negro, me permitía deducir que su edad iría entre los cuarenta o cincuenta años.

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Una mujer con un rostro rígido que en su manera de hablar lograba evidenciar algún rasgo de poder, de dominio, de mando. Verla frente a mí me permitía saber que no era lo que pensaba, no era como me la imaginaba. En las llamadas era un poco menos seria que en la vida real.

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Pasamos al salón, ella nos presentó a dos personas más: dos hombres altos, uno de ellos con una mirada que jamás olvidaré en mi vida. Aquella ha sido la mirada con más fuerza con la que unos ojos me han observado. Su mirada me hacía sentir vulnerable, su forma de hablar, el tono de su voz generó en mí cierta desconfianza, temor.

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Un temor que no había sentido nunca antes en mi vida. Aquel hombre me hacía sentir inferior y mínima. Me sentía la persona más pequeña y vulnerable dentro de la habitación. Me sentía el sexo débil del que tanto han hablado los medios en mi país.

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La reunión empezó, una mesa de plástico blanco, ubicada en el medio, separaba los tres asientos de ellos – Enrique, Sandra, el hombre de la mirada fuerte - con los tres de nosotras. La autoridad, que desconocí en la primera visita, salió a flote. El tono de voz y la forma de expresarse revelaba el cargo que ambos personajes – Sandra y el hombre – ocupaban. A diferencia de Daniel y Enrique, ellos no eran rasos.

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Al exponer nuestro proyecto, lograba escuchar cómo nuestras voces cambiaron, no fue lo mismo hablar con ellos que con Enrique y Daniel. En esa ocasión, pensé cada palabra que dije, no quería cometer ningún tipo de error. En ese momento me sentí inferior, vulnerable y con miedo.

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Lo extraño para mí es que en todas las conversaciones que mantuve con Sandra, jamás llegué a sentir algo así.  Frente a la mesa, los miraba de reojo. No podía mantener la mirada fija. Sin embargo, en medio de la conversación, hubo momentos en los que observaba a Enrique, ahora un hombre más tímido y callado, no hablaba si no le otorgaban la palabra.

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Aunque fueron varias las ocasiones donde en medio de un cruce fugaz de miradas, él me regalaba, sosteniendo con su mano el mentón, una dulce sonrisa. En el fondo seguía siendo él, aquel hombre que conocí no se había ido.

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Los intereses en medio de la reunión evitaron pensar en la carga social del proyecto. Aparentemente, se siguen conservando algunas ideologías que evitan hacer y ejercer un “buen periodismo”. La desigualdad jerárquica producida en un escenario de reunión que genera sumisión, en nosotras como estudiantes y en Enrique, como miembro del equipo de trabajo de Sandra, quebranta cualquier posibilidad de construir una buena relación interpersonal, cierra la oportunidad de elaborar y desarrollar un proyecto pensado desde, por y para la sociedad.

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En medio de agradecimientos y posibles noticias a las diferentes peticiones, por parte de Sandra y el hombre, decidimos irnos del lugar hacia nuestras casas. Era momento de pensar y reflexionar frente a lo sucedido dentro de aquellas cuatro paredes blancas e inmensas.

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Al salir del lugar, levanté la mirada e identifique aquellas dos siluetas que dibujaba el sol radiante, eran el conductor y su compañero. Estaban sentados en el pasto verde de la montaña, el conductor jugaba con un pedazo de pasto mientras estiraba su pierna derecha. Al mirarnos, se levantaron y nos recibieron con una gran sonrisa y la pregunta: ¿Cómo les fue mis niñas?

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Esa tarde nos fuimos más que con un sentimiento de tristeza con cierto temor y desconcierto. Las peticiones por parte de ellos se desbordaban de nuestras manos. Eran asuntos que le competían más a la Universidad como entidad que a nosotras como estudiantes.

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El sentimiento de inseguridad y sumisión quedaron a un lado cuando los vi a ellos. Estos dos hombres convirtieron un rato un tanto amargo en una tarde llena de risas y buenos recuerdos. Dos personas, como nosotras, dos colombianos con quienes nos sentíamos iguales. Dos sujetos que demuestran el poder de las relaciones interpersonales, del contacto cara a cara. Aproximaciones que nos permiten tejer y construir un cambio entre, por y para todos.  

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