
Hilo y aguja
Hemos aprendido a vivir nuestra vida al margen de la de los demás, en parte porque si nos involucramos en todo terminaríamos por volvernos locos. Sin embargo, eso no significa que el mundo a nuestro alrededor se detenga o los acontecimientos diarios que atormentan al país dejen de suceder, solo porque no los vemos. Los problemas no desaparecen al cerrar los ojos, siguen ahí tal vez incluso peor que antes.
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Nací un 23 de febrero de 1997 en Popayán, la capital del Cauca, un departamento caracterizado por la presencia de grupos armados y su geografía montañosa. A la una de la tarde, mi papá ya me sostenía en sus brazos mientras mi abuela agradecía fervorosamente a Dios mi llegada. A las nueve de la noche, ya tomaría quizá una de mis primeras siestas tranquila, reposando sin preocupaciones en alguna cuna de colores pasteles. Ese mismo 23 de febrero de 1997, a 67 kilómetros de la ciudad de Popayán, Caldono, un municipio ubicado al norte del Cauca vivía la segunda toma guerrillera de su historia. Mientras mi familia resguardada de las balas y la violencia celebraba, en Caldono, un militar, un guerrillero y dos civiles morían.
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Así fue como llegué al mundo, acompañada de la guerra, cruda e incomprensible. Inicie mi historia mientras Caldono inició su calvario. Aprendí a gatear y a pronunciar pequeñas palabras, los caldoneños aprendieron a ser valientes y tenaces, di mis primeros pasos mientras ellos lloraron a los que seguramente no fueron sus primeros muertos. En el 2001 fui a mi primer día de clases; en el 2001 los habitantes de Caldono realizaron su primera resistencia civil. A punta de banderas blancas y gritos potentes se atrevieron a mirar a la cara a aquellos que descaradamente habían robado la tranquilidad del pueblo aterrorizándolos.
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A los catorce no logré aprobar todas mis asignaturas escolares, llevada por lo que creía en ese entonces el fin del mundo, me entregué al llanto incontrolable y a la frustración. Pataleé, grite, me decepcioné. Mientras llevaba a cabo todo mi espectáculo preadolescente, Caldono atravesaba la que seguramente sería su época más difícil y violenta. La guerra parecía crecer conmigo.
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Pasaron los años y me convertí en una jovencita. Pero no fui la única que cambió, Caldono también lo hizo, pasó de ser un municipio en paz a una ‘zona roja’ reconocida nacionalmente por ser un centro de violencia, un pueblo fantasma. Resulta extraño pensar, que aunque Caldono y yo nos transformamos a la par, en tiempos simultáneos, nunca me percaté de su existencia real sino hasta muchos libros, noticias y análisis después. No me mal entiendan, siempre supe que algo andaba mal con el país, después de todo como dicen por ahí, no se puede tapar el sol con un dedo.
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Sabía que ciertas cosas que sucedían a diario en Colombia nunca deberían pasar, que palabras como secuestro, muerte o conflicto, eran fáciles de encontrar en el diccionario nacional, vi partes del rompecabezas que no encajaban y aun así lo normalicé, porque todos lo hacían, porque es lo que siempre se hace.
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Desde que tengo memoria recuerdo cómo duele cuando algo, cualquier cosa, se rompe. Un juguete, una amistad, los sueños. No hay nada peor que estar o sentirse roto, la primera forma en que comprendí la situación del país fue con el estar roto, me pregunté si ya estábamos rotos o a punto de rompernos.
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Cuando el 2017 llegó ya me había decidió a hacer algo para tratar de enmendar lo que sea que estuviera roto, con hilo y agua si era necesario, como si fuera una vieja camisa. Y aunque ya estaba consciente del conflicto y lo aterradores que resultan sus pasos, seguí de cierta manera al margen de todo. Cursaba séptimo semestre, corría de aquí para allá con trabajos y leía textos sobre cómo contar historias, corregía el anteproyecto de grado para poder empezar el trabajo en Caldono, justo cuando las Farc se desmovilizaban y la zona veredal de Pueblo Nuevo se creaba.
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Mientras las lecturas teóricas me asfixiaban y la incertidumbre de no saber qué sería de mi trabajo de grado -con todas las puertas cerrándose en la cara de mis compañeros de grupo y la mía- me carcomía los huesos, los excombatientes se enfrentaban a sus propios miedos. Dejaban de lado la única vida que conocían para adentrarse en una sociedad extraña y desconocida, que siempre los había mirado por encima del hombro y que incluso ahora que los recibía, parecía no del todo dispuesta a aceptarlos.
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Entregué trabajos finales, ellos entregaron las armas. Salí a celebrar el fin del semestre mientras ellos salieron al mundo después de más de cincuenta años de vivir en medio de la selva y la violencia. Me encerré de nuevo en mi cosas a pesar de tener ya la conciencia necesaria para afrontar lo real, me perdí entre temporadas completas de series mientras los excombatientes abrían un capítulo nuevo en la historia de Colombia. Volví a ignorar sin querer hacerlo, les falle de nuevo a quienes pretendía no fallarles.
Cuando por fin puse un pie en Caldono, después de años de vidas paralelas, conocí también la guerra, esa que había llegado como yo un 23 de febrero. Al escuchar las historias de personas como Margarita y Walter habitantes del pueblo y sobre todo luchadores incansables, conocí cosas que según yo y mi tremenda inocencia/ignorancia no pasaban en Colombia. Doña Margarita nos contó en una visita, que la mayoría de casas en Caldono tienen una especie de sótano o bunker para resguardarse del peligro de las bombas y las balas. ¡UN BÚNKER! Me grité a mí misma, yo que pensaba que de esos solo había en Alemania o Inglaterra y eso en época de guerra mundial.
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En el proceso para tratar de enmendar y coser con parches o ganchos todo lo roto, comencé a contarle a mi familia y amigos historias de los caldoneños, héroes valientes y perseverantes. Las reuniones familiares se convirtieron entonces en el escenario propicio para empezar a romper con el muro de indiferencia. Saqué un pequeño cincel para darle golpes y así desbaratarlo de a poco.
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Conté sin parar todas las historias, las buenas y las malas. Hablé de la resistencia civil en Caldono, de la fuerza de los habitantes, de los foros de paz, de la alegría y las sonrisas que en cada visita me brindaban, hablé de Margarita, de Walter, de Jairo y de Jazmín. Desatrasé a todos de 21 años de historia perdida, les dije cómo mientras yo crecía, otros sufrían. Solté largos sermones sobre la importancia de no dejarlos solos, de no abandonarlos.
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No encuentro por ahora una forma mejor de ayudar en este largo proceso que se conoce como paz y reconciliación. Pero quiero intentarlo porque sé que Walter, Margarita, Jazmín, Rosa, Jairo y Pedro merecen vivir en una realidad mejor, el país lo merece, también mi primo de cuatro años.
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Quiero que todo el mundo se entere de lo que sucede, para que abran los ojos y la realidad los golpeé con fuerza. Quiero que todos hagamos algo y no solo nos paremos a ver desde la barrera. Quiero con todas mis fuerzas que dejemos de ser un país tan roto.
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Hoy es 22 de junio de 2018 y en Siberia corregimiento de Caldono ha explotado una bomba frente a una casa, a pesar de estar en tiempos de paz. Mientras escribo esto, a 67 kilómetros de mí, el miedo y la incertidumbre vuelve a comerse vivas a 33.122 personas. Al igual que hace 21 años mientras vivo mi vida tranquila, en Caldono lloran y claman ayuda.
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Hoy es 22 de junio pero no es tarde para ayudar, no es tarde para tratar de reparar lo roto y empezar a contribuir al cambio. Ese que no va a llegar jamás si todos no nos decidimos a participar en él. Hoy es 22 de junio y quiero tomar hilo y agua para tratar de coser las fisuras, unir con parches todo lo que pueda, casi como si fuera una vieja camisa.












































El cambio jamás llega solo, debemos provocarlo, buscarlo e invitar a otros a generarlo. Una crónica sobre cómo coser lo que parece está roto



