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Cuando llueve

Relato escrito

El agua empapó mis zapatos, el paraguas no podía protegerme de toda la lluvia, había logrado con éxito mantener mi torso seco, pero fallaba cada vez que una gota tocaba mi pierna o llegaba a mis pies.  Avanzo a través de los charcos mientras veo a otros huir, normalmente la lluvia no es bien recibida por nadie, sin embargo yo estoy contenta con su presencia este día.

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Al llegar a la iglesia cierro mi paraguas sacudiéndolo un poco en la puerta, sacudo también mi cabeza, tratando de dejar por fuera cualquier mal pensamiento. Otra razón por la cual agradezco que hoy lloviera, es la soledad que acarrea la lluvia para las calles y por tanto para la iglesia, nadie se atreve a desafiarla, todos se refugian en sus mejores escondites. Me alegro, así  no habrá testigos de mis lágrimas.

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Sacó de lo profundo de mi abrigo una vela, la enciendo para luego sentarme en una de las bancas de la iglesia. Las gotas de lluvia chocan con fuerza en el techo, puedo escuchar el estruendoso sonido que hacen al explotar contra las tejas todas al tiempo, me recuerdan a los gritos acusadores de todas esas personas, me recuerdan la terrible razón por la que estoy aquí.

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Veo la vela brillas sin poder evitar que se me escape una lagrima, veo la vela y me parece ilógico encender una sola vela por treinta personas desaparecidas. Me pregunto si debí haber traído treinta velas,  si debo hacer treinta plegarias, ¿por qué haría una sola cuando el dolor que me mortifica cada día no duele por una sino por treinta?

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Cierro los ojos y bajo la cabeza cuando siento a las lágrimas listas para brotar a borbotones de mis ojos, trato de respirar despacio y no entrar en pánico al sentir el agua  salada tocar mis labios. Pero por más que trate de calmarme no puedo, el dolor me punza el corazón como si fuera una aguja afilada, me recorre los huesos y parece querer hacerlos polvo, me tiene viva solo por el placer de torturarme con los recuerdos, porque nada termina haciendo más daño que esos recuerdos.

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Los primeros días después de que se los llevaran, tuve pesadillas, todavía las tengo pero con menos frecuencia. Soñaba con sus caras sonriéndome y sus voces cantando canciones infantiles que yo misma les había enseñado, veía sus manos tomar los lápices y sus saltos de alegría en el patio. Todavía escucho las voces de sus padres acusándome, llorando, a veces incluso escucho mi propio llanto, mis propios reproches por perderlos.

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El día en que se los llevaron el sol brillaba con fuerza y las camionetas levantaron una nueva de polvo por toda la escuela. Vi desde la ventana del salón a los guerrilleros recorrer el patio, traté de calmarme, traté de esconderlos pero cuando la guerra logra alcanzarte no hay manera de escaparse de ella, no es como la lluvia.  

El comandante eligió a treinta de los niños de forma aleatoria, le supliqué que no se los llevara, le rogué que me llevara a mí, que se alejara, hasta le prohibí sacarlos del patio. Pero nada funcionó, una hora después estuvieron los treinta subidos en una camioneta, con las caras pálidas del miedo y el uniforme lleno de dulce, con sus pequeñas manos despidiéndose de  mí y de la escuela, con el polvo que levantaba la partida de la camioneta en el aire.

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Corrí tras ellos, corrí con fuerza. Corrí como si la vida se me fuera en ello, porque se me iba, se los llevaban y con ellos partía también mi alma que parecía romperse en pedazos con cada centímetro que se alejaban. El polvo me llegó a los ojos y me envolvió como si fuera un terrible maleficio, los gritos llegaron después, cuando el aire empezó a faltarme en los pulmones y ya no puede verlos en la carretera. A veces el maldito polvo también llega a mis pesadillas, por eso prefiero que llueva, para que las heridas no duelan y lo que pueda se cure.

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Pero nada evita nunca que deje de culparme, ni la lluvia, ni las velas, ni los rezos. Yo estaba a cargo de ellos, era su profesora, debía ser su guardiana y pelear por ellos con uñas y dientes, pero no lo hice. Los arrancaron de mis brazos mientras yo solo corría, vi sus caras angustiadas suplicándome hacer algo, vi la vida desmoronarse a mi alrededor de un momento a otro.

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La vela sigue brillando aunque afuera las gotas de lluvia apagan todo lo que encuentran. El tiempo suele pasar lento en los días como hoy, cuando se cumplen cinco años de la última vez que los vi y las heridas abiertas vuelven a escocer. ¿Cómo cerrar lo que nunca tuvo un final? Solo tres de ellos lograron regresar, del resto nunca supe nada más. Cuando trato de imaginarlos puedo verlos perdidos entre la oscuridad y la nada.

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Me levanto de la banca y camino a la salida de la iglesia, esperando que una vela sea suficiente. La lluvia afuera no ha cesado, quizá está esperándome para acompañarme a casa y hacer este día un poco más fácil. Abro el paraguas y salgo por completo de la iglesia dejando que la lluvia se cole en mis zapatos, dejo que me proteja a medias, como yo los protegí a ellos.

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No es suficiente sentir el frío helarme los pies, así que cierro el paraguas y espero a que la lluvia me empape toda. Pronto el agua dulce se mezcla con la salda y ya no sé qué es lo que recorre mi cara si agua lluvia o lágrimas. Dejo que la lluvia y el frió traten de curarme, que se lleven el polvo y  todo lo que quema, para poder empezar de nuevo, como cada día desde que se fueron.

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