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El miedo

Desde muy pequeña recuerdo que mamá me decía: Hija, algún día deberás aprender a dormir con la luz apagada. Yo no hacía mucho caso, siempre he necesitado tener algo que ilumine lo que me rodea, de ese trauma no tengo presente en mis recuerdos algún evento especial que lo haya provocado, sólo sé que esta manía de anciana, de dormir con una vela encendida, la he tenido toda la vida. Muchas veces intenté dejarla, porque cuando estaba recién casada, mi marido decía que le incomodaba para conciliar el sueño, pero no hubo manera. Le figuró acostumbrarse, como yo lo hice a sus ronquidos.

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Cuando el conflicto se puso fuerte en el pueblo, las personas apagaban todas las luces para no llamar la atención de ninguno de los dos bandos, se decía que hasta por eso podrías ser blanco de ataque. Ya se imaginará como sufría yo en esos tiempos, las noches entre hostigamientos y tomas ya eran bastante insoportables para una persona normal, ahora imagínese para mí, que entraba en pánico cada vez que me quedaba a oscuras. Recuerdo que alguna vez compré un encendedor de esos de clic, y ¡Oh, sorpresa! Tenía linternita, desde aquella vez, cargo uno de los mismos siempre conmigo. Uno nunca sabe cuándo se puede ir la energía y a mí la oscuridad no me va agarrar con las enaguas abajo, no señor.

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Recuerda usted que hace poco le mencionaba que no sabía el origen de mi temor a la oscuridad, como insinuándole que de los otros traumas si conocía la causa. Pues es que para ya iba la historia, pero a mis 67 años ya se me va la cabeza, lo mismo empiezo a decir una cosa y termino diciendo la otra. Pero voy a intentar hacer mi mejor esfuerzo porque la verdad es que no tengo muchas personas con quien hablar de esto, mejor aprovecho que usted le interesa, y le cuento el cuento, pero mucho cuidado, no vaya andar usted narrando por ahí la historia, no ve que uno aquí no sabe quién lo puede estar escuchando. Mucho ojo mijo, ¿Me escuchó?

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Bueno, cómo le parece a usted que después de tantos hostigamientos y tomas guerrilleras en el pueblo, yo quedé con miedo del sonido de los explosivos, la paso tan mal cuando son las fiestas de San Lorenzo aquí en Caldono. No puedo escuchar un petardo, ni cohetes, ni tan siquiera uno de esos diablillos que explotan contra el pavimento, porque usted viera como me pongo. Y no es que yo quiera, es que no lo puedo controlar, apenas escucho que truena algo, yo empiezo a llorar y llorar.

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Alguna vez mi hija Margarita, la mayor, me llevó donde una amiga suya que es psicóloga o una vaina así, pero la verdad es que yo no pude seguir yendo, no ve que la consulta era en Popayán, y el viaje para allá siempre es cansadito, me tocó acostumbrarme a vivir con esas manías raras mías, que vergüenza con usted, estará diciendo: que viejita tan chocha. Pero no crea mijo, es que vivir la guerra no es fácil, yo porque quiero mucho mi pueblo, y no soy capaz de irme, pero la verdad es que hay cosas muy dolorosas que yo jamás podré olvidar.

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Con decirle que una vez, uno de esos que pegaban tiros, no sabría decirle si la FARC o el Ejercito, se metieron a mi casa, y me la revolcaron toda, menos mal que yo ese día me había ido a refugiar donde una vecina mía, pero desde allá, escuchaba como me desbarataban mi casita, ¡Ay! No se imagina usted el dolor que yo sentí, cuando regresé y la vi toda patas arriba. Todavía me acuerdo y me da una tristeza, porque cuando todo eso pasó, mi esposo Alberto ya había fallecido, me tocó a mí sola, echar pa´adelante con mis muchachos, y conseguir las cositas no me era fácil, a mí me dolía mucho que fuera quien fuera, no pensara en el daño que estaba haciendo.

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A raíz de eso me volví muy desconfiada y muy nerviosa, más horrible. Cuando estoy en la casa, no puedo tener la puerta ni a medio abrir, porque siento temor de que alguien entre a hacerme daño, y más ahora que permanezco sola porque mis hijos trabajan por fuera del pueblo. Cuando estoy en la calle, ni para que le cuento, no ve que con tanta moto que hay ahora en Caldono, uno mantiene es asustada de que le pase algo, y eso que llevábamos un buen tiempo con el pueblo tranquilo, pero para que vea, aun se siente mucho temor.

Con los años me van saliendo muchos pereques, todo hay que decirlo, aun así, yo sigo queriendo mi pueblo, de aquí me voy directo para el cielo. Es que siéntalo, siéntalo usted mismo, dígame en dónde voy a encontrar un clima tan rico como este, o un aire más puro, en dónde me voy a poder levantar y asomarme al patio para mirar las montañas. A pesar de tanta cosa fea que ha pasado en mi pueblo, yo no sé qué sería de mi sin él.

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Por ahora mejor lo dejo que usted siga conociéndolo, que lo camine, siga buscando quien le cuente historias, de pronto da con alguna viejita de mejor memoria. Yo eso es lo que le podía decir, que el miedo a la oscuridad no se me ha ido, y que ahora mucho menos, con lo nerviosa que soy, no me imagino despertando en la noche por el estallido de la pólvora y estar oscuras, no señor, a mi déjenme con mi lucecita prendida, aquí tranquila, disfrutando de la paz del pueblo, porque uno nunca sabe cuánto va durar.

La guerra y el conflicto deja huellas en las personas que ni el tiempo es capaz de curar
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