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El entreno

Más que entrenar fútbol, nos entrenaban para la vida

¡ROJA! ¡ROJA!, gritaba mi entrenador desesperadamente. Era momento de actuar. Era nuestra oportunidad de aplicar lo aprendido. Era ahora más que nunca. Pero algo me estaba pasando, no me sentía preparado, a diferencia de antes, ahora no había espacio para el error. El miedo y la angustia invadieron cada parte de mi cuerpo. Mi ritmo cardiaco incrementó. No sabía si iba a regresar a casa.  

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Nuestros entrenos eran todas las tardes de tres a cinco de la tarde, cerca de Barrio Bello, a unas tres cuadras de la estación de policía del pueblo. Mi plan, después del colegio era ir a practicar fútbol. Allá más que divertirme me formaron para la vida. Estábamos en guerra y debíamos aprender a (sobre) vivir en ella.

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La cancha era tan amplia que ahí entrenábamos unos cincuenta niños aproximadamente. Todos de diferentes edades, desde los cuatro hasta los diecisiete años. Además había una gradería, donde nuestros padres y vecinos presenciaban los partidos; una cocina, que era usada de vez en cuando en algún encuentro cultural; y los vestuarios, donde nos bañábamos y cambiábamos antes y después de cualquier encuentro.

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Las reglas eran básicas. El entrenador nos las había dejado muy claras desde el principio. Primero, a entreno no se podían llevar celulares; segundo, todos cargábamos una maleta con agua, güayos, medias y el uniforme; tercero, todo se dejaba – siempre – en la entrada de la cancha, por nuestra seguridad.

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Pero más allá de estos tres principios había uno que practicábamos frecuentemente en entreno, aquel era – en ese momento – tal vez, la lección más importante. Cada uno de nosotros, con ayuda del profesor, aprendimos la forma cómo se debe actuar durante un hostigamiento o toma guerrillera. En entreno entendimos que no debíamos desesperarnos ni correr, por el contrario debíamos tomar las precauciones necesarias, seguir las instrucciones y acatar el plan.

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“Deben alistar una maletica con: una linterna, un pito, agua, algunas medicinas y un cuchillo. Tienen que dejar todo listo por si hay que salir a correr”, esas eran las palabras del profesor mientras entrenábamos. No podíamos olvidarnos de aquella frase… Todos los caldoneños teníamos una “maletica” en casa.

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Cada uno de nosotros tenía el deber, según el propósito del entrenador, de enseñarles a los miembros de nuestra familia lo aprendido en entreno y no me refiero, necesariamente, a las técnicas del fútbol. Para él éramos los líderes y el futuro de nuestro pueblo.

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En una tarde muy soleada, el viento soplaba mientras el sudor recorría lentamente mi cuerpo. Era día de entreno. Corría por la cancha, esquivando uno que otro cono, cuando… “¡PAPAPAPAPAPA!”. De repente, el sonido de las balas se fundió con los gritos de mi entrenador: “¡ROJA, ROJA!”. Era la señal, era momento de actuar. Estaba pasando realmente, los ensayos habían quedado atrás.

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Estaba en shock, no podía reaccionar, algo me frenaba, tal vez el miedo o la impresión. Alcance a leer, casi recobrando el sentido, los labios de mi entrenador diciendo: “¡AL PISO, AL PISO TODOS!”.

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Miré a mí alrededor, a medida que bajaba lentamente hacia el suelo de la cancha. Aquel piso no podía estar cerca de mí, de mi pecho. Ese era uno de los pasos que todos debíamos seguir. Apenas escucháramos el sonido de los disparos debíamos – casi de inmediato – tirarnos al suelo. Quedarse parado implicaba convertirse en un blanco seguro.

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Lo siguiente era, ya en el suelo y con el pecho elevado, abrir la boca. Mi entrenador decía que esto nos servía para evitar que explotáramos por las vibraciones del suelo ocasionadas por los tatucos o cilindros. Después debíamos taparnos los oídos y la cabeza, mientras apoyábamos el cuerpo en los codos y pies.

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El “PAPAPA” de las balas incrementaba. Todos mis compañeros empezaron a gatear hacia los lugares seguros aunque a otros les tocó quedarse, en medio de la cancha, hasta que el fuego parara y se dieran los tradicionales veinte minutos de silencio.

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Mantener la calma era muy importante porque si salíamos a correr nos podía matar el guerrillero, el policía, el ejército o nosotros mismos ya sea por el susto o de los mismos nervios. Durante una toma siempre estábamos rodeados: por un lado estaba el ejército, por el otro la policía  y por último la guerrilla.

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No dejaba de pensar en mi mamá, a ella le daban muchos nervios estas cosas. Estaba sola en mi casa. Cuando se está en guerra lo mejor es estar con más personas. La soledad incrementa el desespero, la angustia y tristeza. Pero el conflicto en compañía se siente menos.

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Junto a mí estaba mi compañero de entreno Javier. Un niño de unos diez años. Él estaba muy asustado. Lo bueno de estar acompañado es que no todos pueden tener miedo. Siempre se encuentra apoyo en alguien. Aquel día yo fui el apoyo de Javier.

 

Lo miraba con atención mientras le decía que mantuviera la calma. Él estaba muy preocupado por su mamá, lo único que le quedaba a aquella mujer era su hijo y a Javier sólo le quedaba su mamá.

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El papá de Javier era policía, la guerrilla lo había asesinado cuando Javier estaba muy pequeño. Desde entonces él recuerda haberlo esperado, durante mucho tiempo después, en la puerta de su casa mientras – en compañía de su madre – se preguntaba: “¿Cuándo regresará mi papá?”.

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La guerrilla estaba disparando desde el cerro de Belén. El objetivo seguía siendo destruir el puesto de policía del pueblo. Sin embargo, nunca lo lograron. Más allá de algunas esquirlas y tiros en la pared, a la estación nunca le pasó nada. Quienes resultaron realmente afectadas fueron las casas y familias de los barrios aledaños.

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El fuego se detuvo por un momento. Mi entrenador nos miraba, mientras trataba de calmar a los más pequeños. Debíamos esperar. No era momento de salir. Apenas fuera seguro el profesor nos daría la señal. Mi ansiedad crecía cada vez más. Quería salir, quería volver a ver a mi mamá, a mi familia.

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Mis compañeros estaban, al igual que yo, muy atentos. Todos mirábamos cada movimiento que hacia nuestro entrenador. Él era nuestro guía, él nos protegía. En medio de un silencio, un tanto abrumador, logré escuchar la señal. El profeso había dicho: “Ya muchachos”.

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Salimos uno a uno, detrás del profesor, los más grandes nos encargábamos de los más pequeños, esa era otra de las reglas. Nuestros papás nos estaban esperando en la entrada de la cancha, junto a la policía. Era momento de irnos. Era momento de regresar a casa. Lo aprendido en entreno había funcionado, una vez más.

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